Este blog ha estado conmigo tanto tiempo y lo he abierto y cerrado tantas veces que ya he perdido la cuenta. Han habido muchísimas más historias y escritos que las que ven ahora. Lo abro de nuevo para compartir lo que hago con otros, esperando que sea de su agrado, o que quizás ayude de alguna manera mediante recreación o identificación. Mi entrada anterior, Mi Amiga, Mi Sangre ha recibido un montón de visitas y de verdad espero que cada una de ella haya disfrutado de lo que leyeron. Se que los que comentaron lo hicieron y, de nuevo, gracias por haberlo leído. No crean que no sabrán más de Alberto, hay más de él por ahí. Igual que de otros personajes que espero que conozcan. Es muy raro cuando escribo cosas tan cortas, normalmente me pierdo entre mis teclas y para cuando soy consciente ya llevo 100 páginas, así que lo que leen aquí (o leerán) de ahora en adelante serán antecedentes (Como es el caso de Alberto, cuya historia original esta ubicada unos cuantos años adelante) o principios/prologos/comoquieranllamarlo de cosas que esté trabajando. Es fin, el punto de esta entrada es presentarme apropiadamente a ustedes, los lectores de esta ronda.

Mi nombre es Teo. Y adoro escribir.




Alberto despertó e inmediatamente sus ojos se llenaron de lágrimas. Tomó su almohada y la presionó contra su cara para silenciar sus sollozos. A esa hora toda su familia estaba despierta y seguramente escucharían. Esa rutina ya llevaba dos semanas, especialmente en los domingos. Alguien llamó dos veces a su puerta. 

-¡Hora de levantarse, Alberto! Llegaremos tarde- Alberto tomó una bocanada profunda de aire para calmarse y responder. 

-Ya me levanté, mamá. Ya salgo- Las ganas de llorar lo asaltaron de nuevo pero logró calmarse y salir de la cama. Se miró al espejo en busca de señales que lo delataran que había estado llorando. Tenía los ojos un poco hinchados pero fácilmente podía ser porque acababa de despertar. Nada que levantara sospechas. Volvieron a llamar a su puerta pero esta vez con tal violencia que saltó del susto.

-¡Sal, princesa!- Un par de risas y más golpes a su puerta hasta que su mamá les gritó a sus hermanos. Él era el del medio pero era tratado como el menor y un adoptado. Alberto dudaba que sus hermanos sintieran algo de cariño por él y también cuestionaba a sus padres ya que dejaban que hicieran de su vida una miseria. Era cierto que él no podía ser más diferente a ellos, él no era un hiperactivo destructor o un egoísta que sólo se preocupaba por si mismo. Él era atento con otros, amable, ordenado y encontraba comodidad en el silencio. Más de una vez escuchó a su mamá hablando con sus amigas de como él no demostraba los catorce años que tenía y a su papá decir que era su culpa por consentirlo demasiado. Alberto trataba de que esas cosas no lo afectaran, y casi lo estaba logrando.

Alberto salió corriendo de su cuarto hacia el baño para evadir a sus hermanos y lo consiguió por poco. La puerta del baño la cerró en sus narices. Cuando se metió a la ducha las ganas de llorar lo asaltaron de nuevo, y esta vez lo permitió. El sonido del agua lo taparía. Cualquiera pensaría que sus lagrimas eran causadas por lo que vivía en su casa, pero eso sólo era un agravante. La verdadera razón había sido darse cuenta que era un anormal. Todo pasó dos semanas atrás cuando por fin le había dicho a Marcelo que de una manera que no podía explicar, verlo lo hacía sentirse bien y a su corazón latir muy rápido. Cuando le tomó la mano para llevarla a su pecho y pudiera explicarse mejor, Marcelo la apartó y lo golpeó hasta que cayó al suelo y luego ahí le dio un par de patadas en el estomago. Entonces ahí le dijo la palabra que desataría dos semanas de largas sesiones de tratar, sin éxito, de sacarse el horrible sentimiento de adentro.

-Marico. Vuelve a acercarte a mí y le diré a tu papá que tiene un hijo anormal. Eso después que te reviente a coñazos

Alberto había visto ese tipo de personas en la televisión y ocasionalmente en la calle. Hombres actuando como si fuesen mujeres, hablando con voz aguda y haciendo demasiados gestos con las manos. Él no quería ser así cuando creciera, definitivamente él no era marico. No le llamaban la atención las niñas sino los niños, era verdad, pero del resto no tenía nada en común con esos hombres. Eso era lo que daba vueltas por la cabeza de Alberto día y noche. Eso y no cruzarse de nuevo en el camino de Marcelo. No quería que nadie lo supiera, aunque había veces que se sentía tan solo que quería decirle todo a todos. Quizás así podría hablar con alguien y esa persona le diría que no tenía por qué preocuparse. Que podía gustarle otro varón y no llegar a ser como esos hombres que veía en la televisión y en la calle. Quizás otra persona podría levantar ese peso que amenazaba con aplastar y destruir su pecho.

-¡Mamá! ¿Qué haces aquí?- Alberto se aferró la toalla a la cintura. Su mamá rio con el gesto.

-Arreglándote este pantalón. El ruedo está demasiado corto- Alberto esperó pacientemente mientras su mamá trabajaba.

–No tienes que esperar a que me vaya. Puedes cambiarte de una vez-

-No, gracias- respondió cortante.

-¿Y si me volteó?- preguntó con una sonrisa en su cara.

-¡Mamá!- Alberto estaba incomodo, no por la razones que su mamá creía con esa sonrisa burlona en su cara sino por lo hinchado que sabía que estaban sus ojos. Aunque ya había pensado en una excusa por si le preguntaba. No fue necesaria, su mamá terminó y le entregó el pantalón, le acaricio el cabello mojado y le dio un beso en el cachete antes de salir del cuarto.

-Apúrate, que vamos a llegar tarde a misa- Alberto tragó grueso pero asintió y cerró la puerta cuando su mamá salió. En la iglesia seguramente estaría Marcelo con su familia. Alberto quería inventarse una enfermedad pero eso sería algo peor. Sus hermanos lo fastidiarían con eso hasta el fin de los días y la paranoia de su mamá explotaría sin dejar sobrevivientes. En momentos así odiaba haber nacido en una familia cristiana. Debía hacer lo que había hecho la semana pasada, pasar la mañana lo más invisible que se pudiera.

Cuando llegó a la iglesia escuchó por conversaciones de terceros que Marcelo y su familia se habían ido de vacaciones y no regresarían hasta dentro de un mes. Pero la felicidad sólo le duró lo que tardó la misa en comenzar. El padre comenzó con la misma rutina de todos los domingos pero luego cambió al tema de la imperfección humana y cómo las personas cada día tomaban más conductas que eran “repudiables a los ojos de dios”. Las drogas, el alcohol, la violencia, el robo, los asesinatos, las guerras, y por encima de todas ellas, la peor de todas: La homosexualidad.

-Ellos no son más que personas que han caído en los engaños de Lucifer y han tomado un estilo de vida opuesto a lo que Dios quiere para nosotros. La biblia lo dice claramente- El padre entonces se paseó por varios versículos de la biblia y varías frases, que repetía dos o tres veces, cada vez con más rabia que la anterior. Alberto sintió a su intestino enrollarse alrededor de sus órganos, su corazón comenzó a latir desbocado, como si en cualquier instante el padre lo señalaría como ejemplo de esas personas que habían escogido ser repudiables a los ojos de dios. Pero Alberto no entendía. Él no había escogido sentirse como se sentía ni acerca de si mismo ni acerca de Marcelo. ¿Quién escogería sentirse de esa forma tan horrible? ¿Quién escogería ser algo por lo cual sería despreciado y maltratado, humillado y odiado? Alberto escuchó atentamente todo lo que leía el padre, incluso un versículo que hablaba de aquellos hombres que se acostaran con otro como se supone que debían hacerlo con una mujer merecían el asesinato. Leyó acerca de Sodoma y Gomorra y como al mundo actual le haría bien que esas personas “probaran la ira de dios en forma de fuego caído del cielo” para que los restantes volvieran al camino correcto. Y así continuó, y Alberto escuchó cada palabra, cada oración, cada versículo y cada opinión del padre, que prácticamente todas llegaban al asesinato como solución contra esos pecadores.

Alberto se preguntaba que pasaba con “amar al prójimo como a ti mismo” y “el que esté libre de pecado que lance la primera piedra” ¿Era de verdad sentir lo que él sentía por otro hombre peor que matar o robar a alguien? Cuando él pensaba en estar con Marcelo no lo hacía de la forma en que decía la biblia, no imaginaba estar desnudo con él en una cama sino en tomar su mano y que su corazón se acelerara pero no de miedo sino de emoción, pensaba en decirle esas cosas que la gente enamorada se dice y se escucha tan cursi de boca de otros pero que a las parejas hacen sonreír. Como cuando su mamá se queja de no estar “presentable” para salir y su papá le dice “para mi estás hermosa” y ella sonríe y le da un abrazo y un beso en los labios. Él quería que Marcelo le sonriera así. Él quería amar a Marcelo como a si mismo. Pero el padre no hablaba de eso sino de abominaciones, de pecadores, de siervos de lucifer y de aquellos cuyas almas arderán en el infierno el día del juicio final.

 Alberto no se percató de su estado hasta que una lágrima se deslizó por su cara. Ahí se dio cuenta de la presión dolorosa que sentía en la cabeza, de lo mucho que estaba apretando sus dientes para que las lágrimas, que estaban haciendo sus ojos arder, no se escaparan y de lo borrosa que tenía la vista por esas lágrimas acumuladas. Las oleadas de miedo no lo dejaban pensar en cómo disimular. Si sus padres o alguien lo veían en ese estado tendría que explicar qué le pasaba y él no quería explicarlo, no quería explicar que lloraba porque no quería ir al infierno. Para su suerte todos los asistentes de la iglesia miraban fijamente al padre, al pendiente de cada una de sus palabras. Eso le dio tiempo para componerse un poco, pero no lo suficiente para engañar a su mamá que sólo al verlo le preguntó qué le ocurría.

-Me duele la cabeza- fue lo primero que se le ocurrió. Y funcionó. Su mamá hizo a su papá y hermanos despedirse para llevarlo a casa. Sus hermanos se burlaron todo el camino hacia casa. Su mamá los regañó cada vez que decían algo y luego su papá le replicó porque a eso era a lo que se refería con respecto a él, lo consentía demasiado.

Cuando llegaron a casa, Alberto salió corriendo del carro y fue directamente a encerrarse en su cuarto. Todas las discusiones en su contra en el carro más lo que ya tenía en la cabeza hacían que sintiera que iba a explotar. No le abrió a su mamá cuando le pidió entrar alegando que iría a dormir para que su dolor de cabeza pasara. Ella le creyó. Alberto se subió a su cama y se sentó abrazando sus pies, ahí lloró por lo que le pareció una eternidad. Era lo único que podía hacer con su dolor, pero eso no lo mitigaba y quería más que nada quitarse ese maldito dolor.
Fue como si el mismo dios le hubiese enviado la solución. En la mesa de noche al lado de la cama estaba una pequeña hojilla, seguramente la que su mamá usó con su pantalón en la mañana. Alberto la miró, pensando en lo que haría. El dolor tenía que acabar, de alguna manera. Tomó la hojilla y la pasó por su antebrazo. El dolor de la cortada mitigó su dolor interno. Alberto derramó un par de lágrimas, pero está vez de felicidad. Pasó la hojilla por su otro antebrazo y el dolor pasó a segundo plano. Cortadas leves, de poca sangre, habían hecho lo que creía imposible. Se sentía bien por primera vez en semanas. El ardor de las cortadas mantenía a raya su dolor interno y le recordaron lo que era sentirse normal. Entonces el miedo lo asaltó de nuevo. ¿Qué pasaría cuando las cortadas sanasen? Él no podía con la pesada carga de su secreto y ya que había conseguido una vía de escape no iba a dejar que se cerrara. Su sangre era lo único que menguaba sus lágrimas.

Necesitaba más cortadas.