Gustavo Alcantara estaba sentado en la sala de su casa, como era costumbre con un libro en las manos y un vaso con whiskey en la pequeña mesa a su lado, esa noche sin embargo había algo fuera de lo usual, su esposa Leticia caminaba por toda la casa con su celular a cubierto entre sus manos. Eso le molestaba, no tanto por el sonido de sus pasos que sí interrumpía su lectura sino por lo que sea que la tuviera tan nerviosa. Algo así no podía ser bueno porque a su esposa nada la ponía nerviosa. Era la misma mujer que cuando estaba por dar a luz le dio instrucciones desde qué meter en la bolsa de ropa hasta donde estacionar en el hospital, la misma mujer de la que se había enamorado perdidamente y que cambió el segundo que se acostumbró a su dinero. En otro tipo de matrimonio él se hubiese levantado a tratar de darle tranquilidad a la turbada mente de su esposa, pero desde hace muchos años que no eran ese tipo de matrimonio. Gustavo se levantó sólo para servir un poco más de whiskey, de regreso a su asiento una foto captó su atención y lo hizo sonreír, era una vieja foto de él, su esposa e hijo el día de la graduación de la escuela de medicina. Gustavo regresó a su asiento y trató de concentrarse en su libro. 


-¡Alberto!- gritó Darío mientras trataba de alcanzarlo. Con cada paso se regañaba mentalmente. No debió haberle hecho caso a sus amigos, una fiesta de cumpleaños sorpresa era mala idea. Y había tenido razón. Cuando abrió la puerta con Alberto el también fue sorprendido. Todos sus amigos estaban allí con otras personas que conocían a Alberto, hasta un par de los pacientes de Darío con los que él había tratado en el hospital, una pancarta enorme de feliz cumpleaños colgaba de la parte superior de las escaleras y al fondo se veía una torta rodeada de regalos. Todo eso hizo a Darío sonreír, hasta que miro a un lado para apreciar la sorpresa en la cara de Alberto y se dio cuenta que no estaba y que en vez de eso el muchacho había echado a correr. Ahora estaba casi al final de su calle tratando de alcanzarlo. 

-¡Alberto! ¡Párate, vale!- Alberto podía sentir el recorrido completo de su sangre por su cuerpo. Estaba molesto con Darío por engañarlo. Desde que le pidió que lo acompañara al hospital y le hizo esperar por cuatro horas sabía que tramaba algo, su miedo se volvió realidad cuando abrieron la puerta de la casa. Darío sabía de su cumpleaños, de su vida antes de él, y toda esa gente ahí…Obligadas seguramente por Darío para que él no se sintiera mal por no tener una fiesta en su cumpleaños. Era de Darío hacer esas cosas. 

Alberto tropezó con una piedra y cayó de cara al suelo. 

-¡ALBERTO!- Darío apresuró el paso y lo alcanzó para ayudarlo a levantarse del suelo. En lo que Alberto se paró se alejó de él. –Perdón- le dijo –Sé que fue mala idea, quería hacer algo por tu cumpleaños pero no sabía ni cómo decirte que sabía que hoy era tu cumpleaños, entonces Alejandro me dijo que hiciera eso pero no debí hacerle caso y… 

-Ya va ¿Alejandro planeó eso?- 

-Sí- Alberto se veía confundido. 

-Entonces… ¿Fue él quien le dijo a toda esa gente que fuera a la casa?- Alberto dijo eso en voz baja y mirando al suelo. 

-¡No! Nadie le dijo a nadie que… Ya va ¿Tú piensas que esa gente está allí por obligación?- Alberto no respondió y entonces todo encajó en la mente de Darío. -¡Coño, Alberto! Ven acá- Miró a los lados antes de abrir los brazos, y Alberto hizo lo mismo antes de entrar en ellos. Darío lo encerró en un abrazó y le dio un beso en la coronilla en la cabeza. Era algo que rara vez hacían por la falta de ausencia de gente a su alrededor. 

-Entonces ¿Por qué están todas esas personas ahí?- Alberto quería sonreír y llorar al mismo tiempo ¿Cómo alguien podía ser tan extraño a un gesto de cariño? Mejor dicho ¿Qué clase de monstruos harían que una persona se cuestionara dichos gestos? 

-Escúchame bien- le susurró al oído –Toda esa gente está ahí porque cuando les dijimos que hoy era tu cumpleaños, todas respondieron que no podían perdérselo y me preguntaron de que sabor querías tu torta, y que regalos debían comprarte. Respondí lo mejor que pude y de verdad espero que todo te guste porque todo eso es para ti porque sencillamente te lo mereces por la sencilla razón de existir, Alberto Alcantara- Darío apretó los dientes para no soltar la maldición que quería escapar de sus labios. Había estado pensando en ese nombre desde que consiguió los papeles de adopción. Un hijo que llevase su apellido. Ahora la había cagado. No quería tener esa conversación en una calle solitaria. 

-Que tu mamá no te escuche llamarme así- fue todo lo que dijo Alberto. Se zafó del abrazo y le sonrió –Vámonos- Cuando Alberto le hizo un gesto con la mano para que lo siguiera, Darío se dio cuenta de las heridas que dejó la caída. Ambos regresaron en silencio a la casa, y sin que lo supieran, alguien se bajó de un auto negro y fue detrás de ellos. 


Al llegar a la casa nadie dijo nada de la huida de Alberto. Esperaron que Darío se encargara de las heridas de sus manos e hicieron como que nada había pasado, felicitaron a Alberto y cada quien entregó su regalo. A Alberto le tomó tiempo acostumbrarse a la efusividad de todos. Sus primeros cumpleaños en una familia religiosa eran cortos y aburridos, luego de que lo corrieran de su casa no tuvo el interés de celebrarlo y no había nadie en su vida que lo quisiera hacer por él. Darío de nuevo compensaba por esos años que estuvo a la deriva. Parecía que él era la unión de todas las personas que le hubiese gustado tener a su lado, especialmente sus padres. Al momento de apagar las velas de su torta Alberto sonrió porque su máximo deseo desde que había comenzado a vivir con Darío ya se había cumplido: Volver a sentir que pertenecía a un hogar. 

Cuando Darío anunció que era el momento de que Alberto abriera los regalos, éste volvió a sentir el mismo miedo e incomprensión. Toda esa gente, comprándole regalos…para él no tenía sentido. Hubiese preferido que Darío no hubiese hecho eso, para él era mejor abrirlos cuando ya todos se hubiesen ido. Entre Darío y Alejandro movieron la mesa con los regalos a la sala y se sentaron con los demás a la espera de que Alberto abriera el primero. Desde que los había visto, evitó acercarse a la mesa, ahora que la tenía cerca parecía más intimidante y abrumadora. Eran tantos regalos... 

Amanda se levantó de su asiento, tomó una caja envuelta en papel blanco y se la entregó a Alberto 

-Toma, comienza por aquí- Alberto la tomó y forzó una sonrisa -¡Ah! Y para que sepas, todos tenemos prohibido decirte quien te regaló qué, así evitamos quejas- Cuando Alberto rasgó el papel entendió a lo que Amanda se refería. Lo que tenía en las manos era una cámara fotográfica profesional, de esas que aparecían en la televisión. A Alberto le gustaba la fotografía, era algo que había compartido con Amanda en una de sus consultas. El regalo obviamente era de ella. Alberto dejó la cámara en la mesa de centro de la sala. 

-Yo… 

-¡No!- lo calló Amanda. -Ya discutimos eso. Sigue con otro- Alberto sonrió y obedeció. 

Darío no podía dejar de sonreír al ver a Alberto abrir sus regalos. Luego de la impresión por el regalo de Amanda las cosas fueron fluyendo mejor. Para el quinto regalo Alberto ya no los miraba con gesto de disculpa luego de abrir un obsequio. En ese momento, Darío pudo ver en el mismísimo centro de Alberto. No era más que un niño al que todo ese rudo y agresivo exterior había estado protegiendo. 

-El último- anunció Alejandro. Alberto sonrió y tomó el paquete de la mesa. Cuando Alberto rasgó el papel, Darío supo que era el regalo de Alejandro. Debajo de todo el papel de regalo había un hermoso cuaderno de dibujos forrado en cuero y un gran dragón en la portada cuya cola era la cerradura, detrás había un grupo de lápices de grafito y de colores. 

-Te la comiste- le susurró Darío a su amigo. Alejandro sonreía más que Alberto. Darío se paró del mueble y se abrió paso entre sus amigos e invitados hacia las escaleras. 

-¡Epa! ¿A dónde vas?- le preguntó Alejandro. 

-Por mi regalo. Ningún otro puede ser el último- Le sonrió a todos y subió corriendo las escaleras. Escondido en su armario estaba el regalo que tenía desde hace semanas. Un caballete, lienzos, pinturas y una paleta. Darío no podía esperar a ver la cara de Alberto. Y en ese momento se le ocurrió una idea. 

-¿y el regalo?- le preguntó Mauricio cuando bajó las escaleras. Darío se encogió de hombros 

-Lo dejé arriba. ¿Y Alberto?- 

-Está en el patio- respondió Lucia, una de las conocidas de Alberto del hospital. Darío se extrañó y se fue al patio. Alberto estaba recostado de uno de los arboles grandes, de espalda a la casa, acariciando al perro. 

-¿Nómada también te tiene un regalo?- Alberto dejó de recostarse del árbol e hizo movimientos con las manos que le dijeron a Darío que se estaba secando lagrimas del rostro. Darío sonrió. 

-Es que estaba ladrando mucho. Creo que no le gusta estar amarrado-

-¿Te gustaron tus regalos?- Alberto asintió pero no se volteó a verlo. Darío se acercó un poco más y le puso la mano en el hombro. Lo que pasó luego lo agarró desprevenido. De pronto se vio rodeado por los brazos de Alberto en un fuerte abrazo que él correspondió. 

-Gracias- le susurró Alberto. 

-Ni siquiera has visto mi regalo- 

-No hablo de eso. Gracias por salvarme la vida. De no ser por ti yo estaría… 

Todo el sonido desapareció de pronto y los siguientes segundos pasaron en cámara lenta a medida que Darío veía a un hombre emerger de las sombras del fondo del patio con una pistola apuntando a la espalda de Alberto. 

Cuando el sonido regresó, lo primero que escuchó Darío fueron las detonaciones.


-¡ALBERTO! ¡YA LLEGARON TODOS!- Alberto saltó de la cama, tomó la primera franela que tuvo a la mano y se la puso. Era domingo, el mejor domingo, el último domingo del mes. Darío y sus amigos se reunían en casa del doctor a asar carne y pasar el día. A Alberto le gustaba estar con ellos, eran tan buenos como Darío y siempre tenían que ver con él. Era como si lo hubiesen aceptado en su círculo de amistad y entre todos lo cuidaran. Alejandro, el policía, fue el primero en verlo bajar las escaleras. Él era el amigo más cercano a Darío, habían crecido juntos y estudiado medicina pero Alejandro se retiró luego de unos meses y encontró su vocación en las fuerzas del orden. Se quitó la gorra que tenía y se la lanzó a Alberto que brincó desde la mitad de la escalera para agarrarla y, en el mismo movimiento, ponérsela. 

-Estás mejorando- le dijo Alejandro con una sonrisa. Alberto les sonrió a todos en la sala. Mauricio, el abogado, le estrechó la mano. Amanda, su psicólogo, le dio un abrazo y un beso. El día siguiente tenían cita. Dorotea, que a pesar de su rudo comienzo ahora eran más cercanos, también le dio un beso, y por último, Sara, la secretaria también lo abrazo. Si Alberto no se equivocaba, ella y Darío estaban teniendo un acercamiento más allá de la mistad. Al menos eso era lo que comentaba con Alejandro y Dorotea porque Darío siempre cambiaba la conversación cuando preguntaba. 

-Entonces chamito ¿Cuándo por fin es que Darío te va a meter a estudiar?- Alejandro le daba vueltas a los trozos de carne con la habilidad de la practica. Alberto miró hacia otro lado. 

-No me ha dicho- 

-¡Epa! Viendo para acá que estoy hablando con tu cara, no con la nuca. ¿Tú no tienes unos añitos ya como para que esperes que otro decida por ti? ¿O es que sigues con la vaina de que no quieres ir? Ya te lo he dicho, Alberto, aprovecha tu tiempo. Yo entiendo todo lo que tú quieras pero estudiar te dará más de lo que te quitará. Empezando por ese miedo- Alberto apretó la mandíbula para no responder. Terminaría diciendo algo ofensivo y respetaba demasiado a Alejandro para eso. 

-Es que no sé que quiero estudiar. Terminé el liceo, sí, pero la universidad es otra cosa- Alejandro se río y lo miró negando con la cabeza. 

-Excusas. Seguro ya tienes pensado hasta el doctorado que harás, pero no quieres salir de aquí. Vas a terminar convirtiéndote en una pared o en un mueble. O peor, un viejo como el que viene ahí- Alberto volteó hacia donde apuntaba Alejandro y no pudo evitar reírse. Darío venía con varios platos para la carne. 

-¿Cuál es el chiste? Compartan- Ambos negaron con la cabeza. 

-No me corrompas al muchacho- le dijo Darío a Alejandro que le dio un trago a su cerveza e hizo un gesto con las cejas en respuesta. Darío le puso la mano sobre la cabeza a Alberto y le dio un pequeño apretón antes de irse. 

En el comedor, Alberto, Alejandro y Dorotea se sentaron juntos para poder captar cualquier movimiento entre Darío y Sara. Ambos hablaban por poco tiempo pero se dedicaban miradas nerviosas y cuando por casualidad sus manos se tocaban se comportaban de manera muy incómoda. 

-Les van a hacer un hueco en la cabeza de tantos mirarlos- les susurró al trío vigilante Amanda acompañada de Mauricio camino a la cocina. Todos se sonrieron entre ellos y los siguieron. Luego de lo de Ana María, todos los amigos de Darío hicieron de su misión encontrar a alguien que fuese mucho mejor, aunque por lo que había escuchado en conversaciones a espaldas de Darío, no había que buscar mucho para encontrar alguien mejor. Esa mujer era más horrible de lo que él había pensado. Lo que ninguno había planeado era que esa persona podría estar dentro de su círculo de amigos. Y a pesar de las bromas y demás, Dorotea era la única que no estaba totalmente convencida de que algo así fuese a funcionar. 

-¡Ay si! Como no todos tenemos los cincuenta años de casados cumplidos…- le replicó Mauricio –De algún lado tienen que salir ¿no? Deja el pesimismo, chica- Mauricio era el único que hablaba con Dorotea de tú a tú, todos los demás la trataban con el respeto que requería su edad. Irónicamente, con Mauricio era que se llevaba mejor. 

-Mira, carajito, si lo digo es por algo. Que yo he vivido más que tú y eso de amigos para novios casi nunca funciona- Mauricio iba a replicar pero en eso Darío entró a la cocina. 

-Bueno y ustedes están aquí chismeando y Sara y yo con hambre. Muévanla con la comida- Entre todos se miraron y comenzaron a reír. Darío se hizo el desentendido y regresó al comedor, en lo que todos comenzaban a hacer comentarios con doble sentido acerca de él y Sara, se hacía el que no escuchaba o entendía, pero terminaba sonriendo con todos. 

Comer era la parte que más le gustaba a Alberto de las reuniones de Darío con sus amigos. Todo era una eterna broma, chiste y comentarios que hacían que más de uno se atragantara con la comida. En la mesa, las risas era el plato que no se terminaba. Mientras Alberto y los demás recogían la mesa y limpiaban, Darío arrastró a Alejandro fuera del comedor hasta las escaleras. Alejandro se soltó del agarre. 

-¡Epa! ¿Qué tienes tú?- 

-Te quiero enseñar algo- Alejandro lo vio con ojos entrecerrados. 

-Sólo hay una cosa que podrías enseñarme subiendo las escaleras, y hasta donde sé, el de esas cosas es el muchachito tuyo- Darío le dio un empujón a su sonriente amigo por las escaleras. Tratar con Alejandro era tratar con un niño de quince años con extremo sarcasmo. Alejandro trató de entrar al cuarto de Alberto pero Darío lo halo por un brazo y lo empujó al suyo. Una vez había cometido el error de entrar sin permiso en ese cuarto, el hueco en la puerta del golpe que Alberto le había propinado al descubrirlo aún estaba. Si había algo que Darío no quería provocar, era el mal humor de ese muchacho. Entraron a su cuarto y Alejandro repitió una de sus rutinas, se tiró en la cama y le hizo señas a Darío para que lo acompañara con una cara sexi que de sexi no tenía nada. Darío sólo rio mientras buscaba lo que quería mostrarle a su amigo, lo sacó de una de las gavetas de su mesa de noche, se sentó en la cama y lo ofreció a Alejandro. Los instintos de policía salieron a flote cuando el semblante de Darío cambió. Alejandro se sentó, tomó y abrió el sobre. 

-¡Güao!- Fue todo lo que dijo. – ¿Tú estás seguro de esto?- El bromista ya no estaba. Ahora era el hombre de casi treinta y siete años, policía y amigo. 

-¿Crees que te estaría enseñando eso si estuviese seguro? Estoy aterrado, los pedí desde hace semanas. Ni siquiera a Amanda se los he enseñado- 

-Así que esto fue idea de Amanda- Darío trató de corregirse pero Alejandro lo miró alzando las cejas, retándolo a que lo hiciera. 

-Me atrapaste- 

-Sí, bueno, ella no es la única con súper poderes…Papá… ¿Quién lo diría?- Alejandro le devolvió los papeles de adopción a Darío. –Lo que no entiendo es ¿Por qué? El chamo es mayor de edad, esto sería meramente una formalidad- Darío se encogió de hombros. 

-Él se merece una familia de verdad. Yo quiero dársela- Alejandro le sonrió y le alborotó el cabello. 

-¿Estás seguro que el gay aquí es Alberto?- Darío soltó una carcajada y lo empujó a la cama. Alejandro lo agarró del brazo y lo halo. Ambos se quedaron viendo al techo. 

-Siempre dijimos que tú serías papá primero- 

-Sí, pero no porque lo quisiera sino porque prefiero abstinencia que ponerme un condón. Además, tú estás adoptando. No se vale- 

-Lo dices tan seguro…nunca he mencionado nada a Alberto. Seguro dice que no- Alejandro hizo un sonido de burla. 

-Mira, lo que pasa es que la vida de medico zombi que llevas no te deja verlo, pero ese muchachito no te quiere más porque no puede, y no necesitas que yo o Amanda te lo diga, no hay que tener un súper arrecho octavo sentido para darse cuenta. Tú le rescataste la vida, Darío, tú hiciste algo por él que nadie más quería. Y conociéndote tienes todo un plan de vida armado tanto para él como para ti, y el tuyo gira alrededor del suyo. Ya eres su papá, que no lo diga en papel es otra cosa- 

-¿Estás seguro que el gay es Alberto?- Alejandro le dio un empujón y luego de ese vinieron varios. Eran como dos muchachitos jugando en la cama de los papás. Cuando terminaron, Darío sacó otro sobre y se lo dio a Alejandro. 

-¡Nojoda! ¡Lo sabía!- dijo cuando abrió el sobre. Dentro estaban dos pasajes de avión para Italia y papeles de una escuela. 

-¿Instituto de arte?- Alejandro lo miró extrañado. 

-Él pinta. Le he descubierto bosquejos por ahí. Es muy bueno- Alejandro se sorprendió con la información.

-Míralo pues…se lo tenía guardadito. Pero… ¿Italia? ¿Qué pasa contigo?- Darío se encogió de hombros.

-Puedo ser doctor allá también. Ya he hablado con mi jefe y me puede dar varias recomendaciones y ponerme en contacto con gente. Eso es lo de menos- Alejandro sonrió y negó con la cabeza.

-¿Ves? Papá- Desde la escalera comenzaron a gritarles para que bajaran. Ambos se incorporaron de la cama, Darío guardo los papeles y antes de salir Alejandro le puso una mano en el hombro y le dio un apretón.

-No tienes de que preocuparte. Te aseguro que estará encantado con la idea. Y sí, por supuesto que seré el padrino del muchacho. No tienes ni que preguntarlo- Darío soltó una carcajada que duró todo el camino hasta que bajaron. Abajo los recibieron con más risas.

Darío tenía algo oculto aún. No le había dicho a Alberto ni a nadie de su viaje a la casa de la familia de Alberto, no le había dado el mensaje de su hermano. La reacción de Alberto sería terrible, de eso no había duda, pero ¿Lo suficiente para odiarlo e irse de la casa? Darío se quedo viendo por una ventana mientras pensaba en eso.

Del otro lado de la calle, dentro de un auto color negro estaba un hombre vigilante de todo lo que ocurría dentro de la casa de Darío. En sus manos tenía una cámara, y de copiloto un revolver.

El mismo que en un par de días cobraría la vida de uno de los que en ese momento se encontraba en la casa.



Leticia Alcantara se acomodó los lentes de sol en el carro y tomó una bocanada de aire antes de salir. Tenía mucho tiempo sin ir a esa parte de la ciudad, la que la vio nacer. Antes de ser la respetable y renombrada en sociedad que todos conocían, había sido Leticia Artiga, niña, de barrio pobre, ingenua y sin nada en la vida. Nada que valiera la pena recordar. La plaga que estaba en la vida de su hijo debía ser eliminada, lo que la empujó a volver a ese sitio, porque pasaba que ella conocía a un muy buen exterminador. 
El pequeño bar estaba donde lo recordaba, cuando entró, un hombre lo suficientemente alto para hacerle sombra estaba del otro lado. Cruzaron las miradas por unos segundos y se hizo a un lado. Dentro, un hombre mayor se levantó de su mesa y abrió los brazos a modo de saludo. 
-¡Leticia! Mi amor, tan bella como siempre- Antes de quitarse los lentes de sol, Leticia puso los ojos en blanco. No podía ver el momento de irse de ahí. 
-Deja la payasada, Raimundo. Tú y yo no nos hemos visto en años- Se sentó en la mesa sin recibir el abrazo o el beso que sabía que el hombre al que fue a ver tenía para ella. 
-Seras tu a mi, princesa. Porque yo te he visto todos los días. Es lo malo de tener tanto real, Leticia, todo el mundo tiene que ver contigo. Por eso me tome la molestia de reservar este espacio para nosotros. Supuse que apreciarias la privacidad- Leticia no respondió, sólo sacó un par de fotos de su cartera y las tiro en la mesa. 
-¿Cuanto?- Raimundo tomó las fotos y se puso un par de lentes de lectura para verlas. 
-¡Chica! ¿Y este no es el hijo tuyo? ¿Tan mal se porto?- Leticia miró al hombre con desprecio, éste se rió. 
-Te va a dar algo, quedate quieta que te estoy vacilando. Además, ya hablamos de esto. Sé que es al mariquito que está con él en la foto. Pero tengo que preguntar, vale ¿tu muchacho anda en vainas raras ahora? Porque recuerdo verte en una revista contentisima porque se te casaba ¿Cruzó la acera el hombre?- 
-Raimundo, por si no es obvio, yo no vine aquí a tomarme un café y reírme de tus pendejadas...- Leticia ahogó un grito cuando Raimundo la tomó del brazo y apretó. 
-Escuchame bien, muchachita, a mi no me importa que tengas mas real que toda la ciudad junta, aquí estás en mi tierra y estás siendo muy mal educada conmigo. Yo pensaba que Jacinta te había criado mejor. Debajo de toda esa ropa cara y rostro estirado esta la misma muchachita que comía mango con las manos en el patio de mi casa, eso es lo que eres en el fondo, y lo que siempre seras- Raimundo le soltó el brazo y dejó las fotos en la mesa. 
-4 por el trabajo. Deja 2 y luego mando a alguien por los otros 2- Con mano temblorosa, Leticia sacó un fajo de billetes y lo dejo en la mesa, se levantó y salio del bar. Dentro de su auto, recostó la cabeza en el volante hasta que su corazón se calmó. El sólo pensar en su pasado...Raimundo hablaba por hablar. Ahora era una mujer distinta, una mucho mejor que su pasado. Leticia condujo lejos de su pasado mas no pudo con el sentimiento en el pecho que le decía que acababa de cometer un terrible error. 

Las risas de Darío y Alberto se escuchaban desde la calle. Era la tercera película que veían en el día. Todo había sido idea de Amanda, ambos necesitaban un tiempo juntos. Y ambos la estaban pasando muy bien. Había veces en que Darío se quedaba viendo a Alberto reír y se preguntaba desde cuando no lo hacía. Había hecho lo correcto, ya eso lo había internalizado, pero no dejaba de preguntarse acerca de todo lo que había pasado Alberto y lo que él hubiese hecho para evitarlo. Era un adulto, tenia el temperamento de uno y la racionalización, pero en el fondo seguía siendo un niño, la fuerza con la que reía por una película de unos pajaros parlantes se lo decía. Alberto se percató de la mirada de Darío y volteó a verlo. En ese segundo en que sus ojos se encontraron ambos tuvieron el mismo retorcijón en el estomago pero ninguno dijo nada al respecto. El ambiente de pronto se puso pesado para ambos, siguieron viendo la película pero ahora tomaban un segundo para verse, como asegurándose que el otro estaba bien. Ese retorcijón era inconfundible para el niño que había vivido desgracias y el doctor que había presenciado su buena parte de ellas. 

Algo malo iba a pasar.


Amanda estaba sentada con las piernas cruzadas y escuchaba atentamente a su paciente. No había nada nuevo para ella trabajar, sólo lo mismo de las últimas dos semanas. Su paciente estaba tratando de no hablar de algo, lo sabía, pero antes de interrumpir el monologo que tenía la alarma de vibración en su bolsillo se disparó indicándole que la hora de terapia había acabado.
-Muy bien, Martín. Creo que hemos hecho un poco de progreso hoy, pero quiero que la semana que viene me hables de eso que estás tratando evitar ¿Sí?- Su paciente la miró con la incredulidad que venía cada vez que demostraba su poder de intuición a alguno de sus pacientes. 
–Es mi trabajo ayudarte a superar las cosas, Martín. Aún cuando lo trates de evitar- Fue la respuesta que le dio a su incrédula mirada. Amanda despidió a su paciente y organizó su oficina. Era casi hora de almuerzo y Darío pasaría pronto para que fuesen a almorzar. Darío era uno de sus amigos más cercanos y la fuente de su paciente más reciente. No sabía definir la relación de Darío con Alberto, pero era de las cosas más interesantes, al igual que la forma en que Alberto terminó en su consulta.

Fue una noche en casa de Darío. Amanda había estado yendo toda la semana siguiente de que Darío le contará acerca de Alberto, su situación y sus mutilaciones. Al principio no estaba cómoda con la petición de Darío de no decir que era una psiquiatra pero luego de conocer a Alberto se decidió a hacerlo. Ese niño brotaba desconfianza por cada poro de su piel, en sus silencios y en lo perdido de su mirada. Con su rutinaria evaluación de lenguaje corporal Amanda quería correr a abrazar a ese ser que obviamente había pasado por demasiado para su corta edad. La excepción a eso era cuando interactuaba con Darío. A los ojos de ella era como si un planeta y una luna orbitaran alrededor uno del otro. Si Darío hablaba, Alberto estaba al pendiente de cada palabra, si Alberto se movía, Darío estaba al pendiente de cada uno de sus movimientos, y si salía de su campo de visión su cuerpo se incomodaba hasta que Alberto volvía. Si estaban conscientes de eso, Amanda no lo sabía.

La cena transcurrió como las anteriores, un silencio absoluto por parte de Alberto excepto para responder secamente las preguntas que Amanda le hacía o con monosílabas a los comentarios de Darío, por lo que tanto Amanda como él se sorprendieron cuando al final, Alberto se ofreció a lavar los platos con ella. Esperaba que quizás hubiese algo de conversación pero Alberto secaba los platos en mortal silencio y dirigiéndole un par de miradas, por lo que cuando por fin le habló, Amanda no le escuchó.
-¡Te hice una pregunta!- Amanda se estremeció con el aumento en la voz de Alberto.
-Disculpa, Alberto. No te escuche-
-No te hagas la loca, se supone que debes evaluarme a mí, no al revés-
-No te entiendo, Alberto- respondió Amanda. Alberto resopló.
-¡Que no te hagas la loca, te dije! Eres la psiquiatra que Darío contrató para que me revisara ¿no?- El corazón de Amanda comenzó a latir con fuerza y rapidez. Si había algo en lo que no era buena era en situaciones bajo presión.
-¿Por qué dices eso?- El nerviosismo en su voz la traicionó.
-Porque no soy pendejo. Por eso- Alberto se subió las mangas de su camisa. Era la primera vez que lo hacía frente a ella. A Amanda le tomó todo su autocontrol para que una exclamación de horror no se le escapara ante las múltiples cicatrices que iban de arriba abajo en el brazo de Alberto, y las cuatro recién hechas exactamente en las muñecas.-Me hago esto y de pronto una amiga de toda la vida se viene a cenar todas las noches. Claro- Amanda dejó caer los hombros en señal de derrota.
-No te molestes con Darío. Sólo quería ayudar. Se preocupa por ti-
-Eso lo sé, es todo lo que ha hecho desde que lo conocí, pero esto es demasiado. Para todos. Sentarme a hablar de mis problemas no va a ayudar a nadie. Y hay cosas que nadie debería escuchar, ni siquiera usted, doctora- Alberto soltó el adjetivo de modo despectivo. Amanda lo ignoro, estaba acostumbrada. Casi todos sus pacientes habían tenido el mismo comienzo violento en sus sesiones.
-¿A qué te refieres con eso? Mi trabajo es ese, Alberto, ayudar. Pero no es sólo escuchar, es…
-Mire, doctora, ya se lo dije, eso no llevará a nada-
-¿Por qué lo dices? Eso no lo sabes- Alberto soltó una carcajada de burla.
-Si alguien sabe, soy yo. Es MI carga-
-Pero no deberías cargarla tú solo, Alberto. Yo podría…-Alberto tiró el plato que tenía en la mano al suelo. Amanda dio un brinco del susto y casi deja caer el que ella tenía en sus manos.
-¡DIJE QUE NO!- La cara de Alberto se tornó roja y las venas en su cuello estaban todas marcadas. Lo que no concordaba eran sus ojos levemente húmedos. 
–Tú no tienes idea de lo que necesito. Lo que necesito es olvidar mi vida entera. Olvidar que cuando tenía catorce años me di cuenta que era diferente, que me sentía atraído por un muchacho que poco le importó caerme a coñazos cada vez que le parecía para no decírselo a mis padres, olvidar que a los diecisiete se lo dije a mis papás y desde ese momento ya no fui su hijo, que al año siguiente ya ellos no podían seguir viviendo con la vergüenza así que me echaron de su casa, olvidar que la otra vez que me gustó alguien tuve más suerte, hasta que ese alguien tomó la costumbre de golpearme salvajemente después de cada cogida para recordarse que él era todo un macho, olvidarme de que cuando estuve al borde de la muerte alguien me rescató y me dio no sólo una segunda oportunidad de vivir sino un techo, alimento, ropa, cuidado y hasta un perro, el problema es que su mamá odia a los maricos como yo y viven peleando al respecto, y eso me mata porque no quiero que mi pago a él por lo que hizo por mi sea que se separé de su mamá. Ningún ser humano debería sentirse rechazado por la persona que lo parió, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Así que aquí estoy, en un día a día de culpas y remordimientos porque no sé que hice para merecer tanta bondad de alguien y no sé como coño pagárselo. No necesito ayuda, doctora, porque ya se cuales son todos y cada uno de mis problemas. Y si quiere ayudarme, ya sabe cómo, hágamelos olvidar todos. En cuanto a las cortadas, no es un problema de profunda perturbación mental, era mi manera de lidiar con el inmenso dolor que siento que me partirá en dos cada día de mi vida. No lo he hecho más porque se lo prometí a Darío pero créame que a cada minuto que pasa me muero pro hacerlo porque llorar no lo alivia y contarle esto a Darío hará que quería hacer más cosas por mí. Entienda de una maldita vez que no quiero ayuda psiquiátrica o psicológica- Luego de un profundo silencio entre ambos, los ojos de Amanda comenzaron a soltar lágrimas.
-¡Llegamos!- Gritó Darío desde la entrada y su acompañante ladró dos veces para apoyarlo. Amanda dejó la cocina y se encerró en el baño donde lloró lo suficiente para poder controlarse y salir para dar la excusa que debía hacer unas diligencias y tenía que irse antes de lo planeado. Amanda le dio una sonrisa a Alberto luego de ver la preocupación en su cara desaparecer, seguramente por el temor de que ella le fuese a decir a Darío de su ataque de sinceridad. Y ese gesto de solidaridad fue el primer paso para la confianza de Alberto e ir a verla una vez a la semana a su consulta.

Amanda estaba observando a Darío comer inquieto, señal de que tenía una pregunta que no quería hacer.
-¿De verdad me vas a hacer que te pida que preguntes eso que tienes en mente?- Darío sonrió como un niño que fue atrapado en medio de una travesura.
-Me asusta que hagas esas cosas-
-Mentira. Son demasiados años para que no te hayas acostumbrado- Ambos rieron.
-Necesito que me digas si hay algún avance con Alberto. Yo no…
-Sabes que no puedo hablar de eso, Darío. Es mi paciente y…
-Sí, yo sé, hay un código y todo eso, pero Amanda, ya no sé qué hacer con mi mamá. Lo único que hace es agarrarla contra Alberto e insultarlo y lo normal sería que él le replicara, teniendo en cuenta el carácter que sé que tiene, pero no, sólo se queda callado y la deja que siga, y todo termina conmigo discutiendo con ella. Nunca me había llevado tan mal con mi mamá pero no puedo dejar que siga tratando tan mal a Alberto. Le he dicho que ahora es parte de mi vida pero sencillamente no lo acepta. La cosa es que no sé cómo eso está afectando a Alberto, por eso te pido que por favor, me digas algo al respecto- Amanda meditó por unos segundos antes de hablar. -No puedes dejar que eso continúe, Darío. Un ambiente así es dañino, independientemente de lo que yo te diga o de lo que pienses. Nada bueno sale de estar siempre discutiendo. Entiendo tu preocupación y lo perturbado que estás por la situación pero como dije, no puedo decir nada de mis sesiones con Alberto. Lo estás haciendo de maravillas, con el perro, con la rutina, con la inclusión y con la constante conversación y cuidados y no está bien que te pida más pero debes ponerle un parao a eso- Darío asintió.
-Iba a hacerlo de todas maneras- Amanda rio y tomó un sorbo de vino. Dejando la psiquiatra atrás, Amanda se centró en su amigo.
-¿Alguien te ha preguntando como llevas el cambio?- Darío suspiro y le sonrió a su amiga.
-De hecho, esperaba que fueses tú la que lo hiciera, pero ahora todo es Alberto. Cuando hay santos nuevos…- Amanda soltó una carcajada, le tomó la mano y le dio un beso.
-Entonces ¿Cómo te sientes con toda esta locura que decidiste dejar entrar en tu vida?-
-¿Honestamente? No me puedo sentir mejor. Es decir, es agotador y siento que mi corazón pierde cinco años de vida con cada preocupación pero aún así no me he arrepentido la primera vez. Ayudar a Alberto es lo que sentía que era apropiado y hasta ahora he tenido razón-
-¿Hasta con el perro?- Esta vez fue Darío quien soltó una carcajada.
-¿Puedes imaginártelo? Yo con perro-
-Lo sé, una de las cosas que estaba segura acerca de ti era que no eras de tener perros. Ahora tienes un monstruo de tamaño casi humano del que aun siento miedo que me coma-
-Bueno, me ayudó a encontrar a Alberto en ese parque y a que no se fuera de casa a mis espaldas, herido. Lo mínimo que podía hacer era darle un hogar a él también- Y en ese momento a Amanda le vino la respuesta del misterio a la cabeza.
-¿Sabes Darío? Eres un excelente padre- El doctor se rio pero se calló cuando sintió el fuerte palpitar en su pecho.



Alberto estaba sentado debajo de un árbol, la luz del sol estaba muriendo y las ramas se movían lentamente al ritmo del viento de la noche que se acercaba. Lloraba en silencio, como siempre lo había hecho cuando se trataba del dolor que llevaba atrapado en su pecho y lo había estado acompañando desde tan temprana edad. La discusión entre el doctor y su madre era su culpa. Era lo que siempre hacía, encontraba algo bueno y lo volvía malo. Su familia, su relación con Ricardo y ahora el desacuerdo entre el doctor y su mamá. Él le había ofrecido un techo para vivir y ¿Cómo se lo pagaba? Creando discordia. Alberto había experimentado lo que era que tu propia madre te tratara como un extraño y no se lo deseaba a nadie, mucho menos a quien había sido tan amable con él sin pedir nada a cambio.

Darío salió de su casa luego de registrarla hasta la última esquina para asegurarse que Alberto no se escondía de él. No era psicólogo pero suponía que escuchar la discusión que tuvo con su mamá no habría sido agradable teniendo en cuenta su pasado. Se llevó una chaqueta puesta y otra para cuando encontrara a Alberto, por como soplaba el viento iba a ser una noche muy fría. Rezaba que Alberto no hubiese ido muy lejos, a pie era poco el terreno que podía cubrir él solo. Comenzaría por el parque y luego iría a la plaza.

Alberto trataba de ignorar a las pocas personas que se paseaban por aquí y por allá, las miradas que le lanzaba y el frio que comenzaba a deslizarse por su cuerpo. Buscaba en su cabeza algo que lo ayudara pero sólo podía escuchar a la mamá del doctor llamándolo marico, loco y enfermo. No era algo raro para él, su papá y hermano mayor lo llamaron cosas peores pero de alguna manera recordarlo fue peor que escucharlo por primera vez. Alberto miró a su alrededor y se encontró sólo. Tomó el paquete que tenía al lado de él y desenvolvió el cuchillo que había tomado de la cocina de Darío. Desde hace dos años no lo hacía pero era porque los constantes golpes que recibía de Ricardo actuaban de calmante a su dolor interno, ya no tenía nada de eso. Con mano temblorosa puso el cuchillo sobre su muñeca.

Darío jadeaba tratando de recuperar el aliento luego de recorrer el parque en busca de Alberto. Nadie reconocía la descripción que les daba cuando les preguntaba por él. Tomó algo de agua en uno de los dispensadores repartidos por el parque y arrancó a correr hacia la plaza. Cuando llegó estaba totalmente desierta. No había nadie allí excepto por los perros que ocasionalmente vagaban por ahí. Iba a correr hasta su casa para ir en auto a buscarlo cuando un perro en la distancia comenzó a ladrar intensamente. Probablemente no era Alberto. Pero ¿Y si lo era? Sólo le tomaría un momento ir a ver. El mismo momento que podría significar el bienestar de Alberto o que estuviese lastimado en la calle, sólo y con frio, pero tampoco podía dejar pasar de encontrarlo. Arrancó a correr hacia los ladridos. Era un perro grande, agazapado y ladrándole a un de tronco grueso. Darío estuvo a punto de lanzar una maldición al aire producto de la frustración pero escuchó a alguien quejarse de dolor y del otro lado del tronco alguien dejaba caer su brazo hacia un lado. Cuando Darío vio las cicatrices y las cortadas frescas y sangrantes que las acompañaban, sintió que el mundo completo chocaba contra sus hombros y se hacía pedazos. Conocía ese brazo. Rodeó el árbol. Lo primero que vio fue el enorme cuchillo de cocina, de su cocina, tirado, con la hoja llena de sangre, y luego a Alberto, recostado del tronco y con ambos brazos sangrantes. La sensación se hizo peor, pero antes de que colapsara a ella el doctor entró en escena.

Alberto no había notado la presencia de Darío hasta que lo envolvió en una chaqueta y lo cargó en sus brazos. La sorpresa de que Darío lo hubiese visto haciéndose daño lo dejo mudo, el doctor por su parte corría a la casa respirando pesado y maldiciéndose en voz baja. Darío abrió la puerta de una patada y dejó a Alberto en el mueble grande de la sala, fue corriendo al pequeño cuarto que había al lado de la cocina, ahí guardaba su material médico. Tomó gasas, alcohol, betadine, aguja e hilo en caso de que alguna de las cortadas fuese muy profunda. Por como tenía su franela seguramente alguna lo era. Cuando regresó a la sala, Alberto no estaba, había un rastro de sangre que llevaba hasta la puerta principal. Cuando Darío salió Alberto estaba inmovilizado a pocos pasos del umbral de entrada de la casa, el mismo perro que le había dado su ubicación en el parque estaba parado frente a Alberto, gruñéndole y mostrando sus colmillos. Darío se apuró y tomó a Alberto del cuello con más fuerza de la que quería.

-Ven acá ¿A dónde coño crees que vas?-

-No quiero ser molestia- respondió Alberto tratando de zafarse. Darío lo agarró por lo hombros y lo puso frente a él.

-¡No!- fue todo lo que pudo decir antes de que la voz se le quebrara. Ahí lo entendió, la repentina rabia y frustración que tenía. Era para él, no para Alberto. Él había fallado en cuidarlo, él estaba herido porque no cuido de él. No cometería ese error de nuevo. –Vas a venir a que te cure esas heridas- Sin esperar respuesta lo arrastro de nuevo a la casa y lo sentó en el mueble. Alberto se quedo quieto mientras Darío con cuidado limpiaba, ponía el betadine en sus heridas y las cubría con gasas. El hilo y la aguja no fueron necesarios, para el alivio de Alberto. Cuando Darío regresó de guardar el material médico, Alberto estaba de rodillas en el piso de la sala con un trapo limpiando las manchas de sangre.

-Deja eso- Darío se agachó para quitarle el trapo de la mano, Alberto se resistió un poco pero lo soltó al final. –No debes hacer fuerza con las manos, te…

-Perdón por lo que hice. No quería que te pelearas con tu mamá por mi culpa. Te prometo que mañana me voy- Darío se quedo sin habla. Alberto estaba con la cabeza baja y los hombros hacia adelante. Quizás tratando de darse alguna protección de algún golpe que jamás llegaría.

-Eso no fue tu culpa- Por primera vez, Darío trató un gesto de cariño con Alberto ¿Cuántos en su vida ese pobre niño había tenido? Tomó la barbilla de Alberto y lo hizo subir la cara. Las lagrimas que se acumulaban en sus ojos fueron como un puñetazo en el estomago.

-Perdóname tú a mí- Eso bastó para que Alberto derramara las lagrimas acumuladas y Darío lo encerrara en sus brazos en un protector abrazo.

 Darío se hizo una promesa. Nadie más volvería a lastimar a Alberto. Ni siquiera él mismo.

Me quiero disculpar con ustedes por dejarlos colgados en mitad de la historia de Alberto. Yo también tengo un drama propio llamado Universidad y con apellido Tesis. Les prometo que tan pronto como tenga un tiempito me dedico a darle rienda suelta a la verborrea de Alberto y que les termine de contar esta parte de su historia. Espero que hayan disfrutado de los capítulos que van hasta ahora. Tenganme un poco de paciencia.

Muchas gracias por leerme.


Los primeros días en casa de Darío fueron muy incómodos, las primeras semanas fueron mejorando, para mitad de mes ya él y Alberto tenían una rutina, aunque no mucho intercambio de palabras. El único inconveniente pasó estando Darío fuera de la casa. Ana María se apareció en el porche gritando por Darío, Alberto la escuchó, salió y la corrió de ahí. Para Darío eso no había sido inconveniente, lo que ocasionó, sí. Su madre llegó a los dos días. Por suerte, esta vez estaba Darío en casa. Ambos estaban en la cocina preparando la cena cuando tocaron la puerta, Alberto fue a abrir. 

-¡¿Dónde está mi hijo?!- 

-¡Epa!- 

-¡SUELTAME!- 

-¡¿Quién es usted?!- Darío reconocía esos gritos. Fue corriendo a la entrada. Alberto tenía a su madre tomada del brazo en el umbral de entrada. Ambos clavaron su mirada en él cuando llegó. 

-Darío, esta mujer quiere entrar a la fuerza- Su madre iba a comenzar a responderle con gritos. Darío habló primero. 

-Está bien, Alberto. Ella es mi madre- Alberto la soltó y bajó la cabeza apenado. 

-Perdón, señora- 

-¡PERDÓN NADA! ¡¿Quién eres tú y qué haces en casa de mi hijo?! Darío ¿Quién es él?- 

-Mamá, deja el escándalo. Termina de pasar. Alberto, por favor, échale un ojo a la comida, que no se queme- Alberto asintió y se fue a la cocina. 

-¿Por qué sigue aquí después de la grosería que le hizo a la pobre de Ana María?- 

-Porque para mí no fue una grosería sino lo que yo hubiese hecho, pero no estaba aquí así que Alberto lo hizo por mi- 

-Debiste correrlo- 

-De hecho, le compré algo en agradecimiento- La rabieta que hizo su mamá le dio mucha satisfacción 

–Mamá, cálmate. Estamos haciendo cena, quédate y come con nosotros- Su madre miró de mala gana hacia la cocina. 

-¿Quién es él? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué está viviendo contigo?- Darío negó con la cabeza y se sentó. Su mamá también se sentó y se le quedo mirando. Darío sabía que no dejaría de hacerlo hasta que le respondiera. 

-Es uno de mis pacientes. Llegó una noche al hospital cargado por una mujer. Alguien lo había golpeado brutalmente y lo dejó en la calle, de no ser por ella seguramente hubiese muerto- 

-Eso no explica por qué está aquí contigo- Darío trató que la insensibilidad de su madre no lo sacara de quicio. 

-No tenía a donde ir. Su familia se desentendió de él y su novio fue quien lo golpeo, no podía dejar que… 

-¡¿Qué?! ¿Qué dijiste? ¿Novio? ¿Él es marico?- -¡Mamá! Eso es ofensivo- 

-Ofensivo es que lo traigas a tu casa, y me lo presentes. Esa gente está mal, Darío. Son locos, están enfermos- 

-¡MAMÁ! Te estás pasando de la raya. Es despreciable que digas esas cosas- 

-¡Cuida tu lenguaje, Darío! Mira que soy tu mamá- 

-Y estás actuando como una extraña para mí- 

-¡Darío!- Su madre se llevó la mano al pecho en un exagerado gesto dramático –Tú nunca me habías hablado así- 

-Porque nunca había visto este lado malo y mezquino tuyo. Ese pobre niño está en la calle y tú te horrorizas por la persona de la cual puede enamorarse. Como si eso fuese problema tuyo o mío- 

-Es que no quiero que te lo pegue- En ese momento Darío no sabía si halarse los cabellos o reírse en la cara de su mamá. Se pasó las manos por la cara en busca de un punto de tranquilidad. Su paciencia se acababa con los segundos. ¿Cómo podía su madre utilizar argumentos tan ignorantes e intolerantes? Darío se dio cuenta de una pequeña parte del sufrimiento de Alberto. Ser acusado de esa manera…con razón no todo mundo podía soportarlo. 

-No hables de eso como si fuese una enfermedad, mamá. No lo es. Sé de eso, soy médico. El hecho de que Alberto esté viviendo conmigo no significa que cambiare mi orientación sexual. Es de ignorantes que siquiera pienses de esa manera. Y sé que no eres ignorante, mamá. Al contrario, eres la mujer más inteligente que conozco. Así que, por favor, deja ya de meterte con Alberto. Se queda conmigo y ya- Su mamá quería decir otra cosa pero se contuvo. Darío pudo ver como eso la estaba molestando. Su madre jamás se guardaba nada. 

-Tienes razón, hijito. No debí decir esas cosas. Pero es que estoy preocupada por ti, desde que no estás con Ana María siento que estás… 

-Si algo estoy sin Ana María es libre- Darío utilizó un tono lo suficientemente cortante para callar a su mamá por unos segundos. -No digas esas cosas. No puedes botar todos esos años juntos sólo por un pequeño error- Darío se rio para no hacer lo que de verdad quería: Gritar y tirar algo contra el piso. 

-¿“Un pequeño error”? Ella me traicionó, mamá, me montó cachos ¿o es que acaso no te eché el cuento completo?- Darío ya no tenía paciencia para seguir con esa conversación. 

-Le estás echando toda la culpa a ella- -¡ES QUE TODA LA CULPA ES DE ELLA! ¡Es con ella con quien tenía un compromiso! ¡Es ella la que tomó la decisión de cogerse a un extraño en MI casa, en MI cama! ¡Y qué bolas tienes tú de defenderla a capa y espada en vez de apoyar a tu hijo!- 

-Pero es que… 

-¡Fuera!- Las palabras salieron solas, pero Darío ya no podía más con eso. 

-¿Qué me dijiste?- 

-¡Fuera! ¡Vete a buscar a tu hija querida!- 

-Tú eres mi hijo… 

-Mamá. Fue-ra de mi casa. Salté ¡YA!- su mamá se estremeció con el grito. Nuevamente quería decir algo pero Darío debía lucir lo suficientemente molesto para que se frenara de decirlo. Tomó su cartera y salió de la casa. Darío quería sucumbir a sus instintos y lanzar todos los adornos de la sala contra las paredes pero eso quedó en segundo plano cuando se dio cuenta que seguramente Alberto había escuchado todos sus gritos. Fue a la cocina. 

-Alberto, perdón por los gritos- No había nadie en la cocina, las hornillas estaban apagadas y la puerta trasera de la casa abierta. 

-¡¿Alberto?!- Nadie respondió. Darío siguió llamando dentro y fuera de la casa y nadie respondió.


Darío llegó al hospital con una caja cargada de envases con café. A medida que iba recorriendo los pasillos los iba entregando a enfermeras y doctores, la mayoría de ellos había pasado toda la noche allí de guardia. Él también pero en la clínica al otro lado de la ciudad.

-Tú deberías estar en tu casa, durmiendo. Ya sacaste a la peste de ahí- Darío rio y le entregó el último café en la caja a Dorotea. –Creí que tú no tomabas café- Dorotea señaló a otro envase en la caja-

-No, no es para mí. Es un batido de frutas y proteínas para Alberto, como no puede comer nada solido aún pensé que…- Dorotea tomó a Darío del brazo y lo metió en una habitación vacía. –Dorotea ¿Qué pasa? ¿Por qué…

-Ok. Voy a hacer una pregunta y me la vas a responder Darío Alejandro- Darío se quedó callado. Con la expresión que tenía en la cara Dorotea, era lo más inteligente que podía hacer. –Tú y ese niño ¿están…teniendo algo? Porque el hecho de que Ana María te haya engañado no quiere decir que tienes que renunciar a las mujeres- Darío se quedó parado, viendo a Dorotea sin saber si reír o esconderse en una esquina de la pena. Ahora que lo pensaba, sus gestos para con Alberto si daban qué pensar.

-Por dios- susurró y entonces Dorotea dejo salir una bocanada de aire con alivio.

-¿Qué es lo que tienes con ese niño entonces? Es sólo un paciente más, Darío. Y ya no tienes nada que ver con él. Alfredo puede darle de alta. De hecho, es quien debe darle de alta porque fue quien lo operó- Darío negó con la cabeza.

-No es eso, Dorotea- Darío dejó la caja con el batido en la mesa y se sentó en la cama. Suspiró antes de volver a hablar –Ayer fui a la casa de los padres de Alberto. Hacen como si no existiera, Dorotea. Lo que nos dijo el tipo ese que golpeó a Alberto resulto ser verdad. Son horribles personas, lo más irónico es que son parte de una iglesia. Dos años sin verlo y no les afecta en lo más mínimo. Ese niño no tiene a nadie que vele por él, desde los dieciséis años ha estado sólo y dios sabe cuanto tiempo estuvo a merced del animal ese. Además, tú y yo hemos visto estas cosas antes, en lo que él salga de aquí ira a retirar la denuncia y volverá con ese tipo- Dorotea suspiró y se sentó a su lado.

-Me parece muy noble que quieras resolverle la vida, Darío, pero no puedes andar de madre Teresa con cuanto niño ha tenido una mala vida. Hiciste todo lo que debías con él, no le debes nada, no tienes por qué andar trayéndole batidos de frutas y proteínas, y mucho menos ofrecerle que se quede en tu casa- Darío sonrió y asintió. Tomó la mano de Dorotea y se levantó de la cama.

-Tienes razón. He hecho todo lo que debía, no todo lo que podía. Lo siento, Dorotea, pero voy a ayudarlo. No voy a ser otro más que le de la espalda- Dorotea dejó salir aire sonoramente como señal de derrota. 

-Bien. Pero prométeme que no te meterás a marico- 

-Dorotea- la reprendió Darío, el primer encontronazo que habían tenido ella y Alberto fue por el uso de esa palabra. 

-Gay, homosexual, como sea. El punto es que no te viste tan bien como para ser uno- Ambos se rieron y salieron del cuarto. Dejó a Dorotea en la estación de enfermeras y siguió su camino a la habitación de Alberto. Cuando lo vio entrar iba a gritarle de nuevo. 

-¡Se te van a salir de nuevo los puntos! Escucha antes de gritar que me quieres fuera- Alberto cerró la boca y se le quedó viendo con la misma expresión del día anterior, pero esta vez sin sangre en los vendajes. –Sólo te traje algo para que tomes ya que no puedes comer solidos hasta que sanes- Le tendió el vaso con la merengada. Alberto la agarró de mala manera y comenzó a tomársela. Darío aprovechó el momento. –Mira Alberto, de verdad quiero ayudarte. Eso no es motivo de vergüenza o rabia. No quiero que estés en la calle cuando salgas de aquí o que vayas a retirar la denuncia contra Ricardo y vuelvas con él sólo para que estés de nuevo en esta cama con peores heridas o, peor, muerto- Darío tenía la mano lista para taparle la boca en caso de que volviera a alterarse hasta el punto de perder sus puntos. Entonces Alfredo lo vetaría definitivamente del cuarto de su paciente. Alberto no dijo nada. Darío abusó de su suerte un poco 
–No quiero que te hagan más daño, Alberto. Pero tienes que ayudarme, y a ti también- Darío le volvió a ofrecer la copia de la llave de su casa. Alberto terminó con la merengada y se aferró al vaso por unos segundos, luego lo intercambio por la llave en la palma abierta de Darío. El doctor trató de no sonreír tan evidentemente y decidió que era suficiente por el día. Salió del cuarto sin decir más nada. 

Ya podía ir a dormir tranquilo a casa.



Darío se subió al carro con una sonrisa en la cara. Acababa de cambiar todas las cerraduras en su casa, cuando Ana María regresara no iba a poder entrar y todas sus cosas las encontraría en el porche. Si no se quería ir por las buenas entonces tendría que ser por las malas. Darío no tenía planeado recurrir a eso pero luego de Ana María se presentara en su trabajo haciendo una escena delante de todo el mundo…eso fue demasiado. Su celular vibró por el mensaje de texto entrante.

Está entrando a quirófano 

Darío suspiró tranquilo y echó a andar el carro. Luego de lo ocurrido con el fulano novio de Alberto, Darío trató de convencerlo para que lo denunciara. Si bien no por violencia domestica, al menos por intento de asesinato. El estado en que fue llevado al hospital era suficiente prueba. Sin embargo, Alberto se rehusaba, y como la mayoría de las cosas que decidía, se rehusaba a dar sus razones. Así que Darío le ofreció un trato: Alberto denunciaba a Ricardo ante la policía y Darío se haría cargo de sus gastos médicos para por fin darle de alta. Darío lo pensó pero terminó aceptando. Con eso eran dos problemas menos en su cabeza, ahora faltaba otro. 
Debido a los datos que se necesitaban para operar a Alberto, Darío pudo saber más de él e investigarlo. Darío había encontrado la dirección de la casa de los padres de Alberto e iba para allá. A Darío le habían incomodado mucho lo que Ricardo había dicho de los padres de Alberto, y él no podía dejar de preguntarse si era porque su hijo era gay. Lo cual le parecía demasiado absurdo, aun cuando Alberto era la primera persona homosexual que había conocido. 

La familia de Alberto vivía en un pequeño pueblo a menos de una hora de la ciudad, era de esos pueblos en los que no ocurría nada y todo el mundo se conocía. Darío dio varias vueltas antes de llegar a la dirección que había conseguido. La casa era pequeña, de color blanco en puertas y ventanas que emanaba ese calor de hogar. Para Darío ahora era más confuso por qué los padres que ahí vivían no querrían algo que ver con su hijo. Tocó un par de veces a la puerta y esperó. Un niño abrió la puerta, tendría catorce o quince años y Darío vio en él una versión más joven de Alberto. Estaba en el lugar correcto. 

-¿Sí?- 

-Hola. Mi nombre es Darío Alcántara ¿Esta es la casa de la familia Díaz?- El niño asintió. 

-David ¿Quién es?- El pequeño dio paso a una mujer de cabello negro y un tan desordenado como se esperaría de una ama de casa. 

-¿Sí? Dígame- 

-Soy el doctor Darío Alcántara. ¿Es usted la madre de Alberto Díaz?- los ojos de la mujer se abrieron en reacción al nombre pero la reacción desapareció a los segundos. 

-Por favor, váyase- La mujer trató de cerrar la puerta pero Darío puso el pie. 

-Señora, su hijo fue golpeado, quedó muy grave. En este momento lo están operando para reparar sus costillas y su cara- Darío quitó el pie y de inmediato la puerta le fue cerrada en la cara. Darío tocó varias veces pero nadie atendió. Pensaba en Alberto, en una mesa de operaciones sin nadie que lo recibiera al despertar y eso hizo que tocara con más fuerza. 

-No abrirá- escuchó decir a alguien cercano. Darío buscó y lo encontró cerca del lateral de la casa. Era el mismo niño que le había abierto la puerta. –Ellos no quieren saber nada de Alberto. Según ellos, su pecado es demasiado grande para la familia- El niño hablaba despacio, con voz muy calmada pero sus ojos destellaban resentimiento. Darío se acercó. 

-¿Qué pecado?- Lo mejor era que se hiciera el desentendido. Quizás así podría saber un poco más de Alberto. 

-Decirles lo que era…lo que le gustaba…quien le gustaba. Aunque creo que el verdadero pecado es que otros miembros de la iglesia lo hayan escuchado y desde entonces los relacionen con el único gay que ha dado este pueblo- Darío no podía imaginar esa escena en su cabeza. Era demasiado absurda. 

-Tú eres hermano de Alberto ¿Cierto?- El niño asintió. 

 -Él es mi hermano mayor- El niño sonrió luego de decirlo. 

-¿Lo quieres mucho, David?- Volvió a asentir. 

-Soy el único que aun lo hace aquí. Mis padres o bien se enfurecen o lloran cuando alguien nombra a Alberto, mi otro hermano mayor sólo se enfurece y a veces desea que Alberto esté muerto- 

-¿Y tú por qué no te enfureces con él?- 

-Porque a mi no me importan esas cosas, que sea gay y eso. Él es mi hermano, el mejor hermano del mundo. A veces, cuando no quería comer algo que mi mamá nos había preparado, él se encargaba de dárselo al perro o cuando me metía en problemas en la escuela, él lo solucionaba e inventaba excusas para mí. También, cuando estaba más pequeño, él era quien me metía a la cama y me contaba cuentos hasta que me dormía cuando mi mamá estaba muy ocupada planeando las labores que haría en la iglesia. Él es mi hermano, y yo lo extraño mucho- A Darío se le hizo un nudo en la garganta con ese pequeño expresando lo mucho que extrañaba a su hermano y por qué. 

-Sí, eso suena como el mejor hermano del mundo- 

-¿Él está bien? Quiero decir, a pesar de los golpes y las operaciones ¿Está bien?- Darío asintió. 

-Él ahora está siendo atendido por muy buenos doctores y estará muy bien. Yo también soy doctor donde él está hospitalizado. Si quieres te puedo llevar con él- El niño negó con la cabeza. 

-Ya ha causado muchos problemas aquí, doctor. Más tarde, cuando mi papá y hermano lleguen. Váyase y no regrese. Nunca- A Darío le sorprendió la seriedad con que lo dijo, no parecía para nada un niño. 

-Pero ¿No quieres verlo? ¿Saber cómo está?- El niño le sonrió 

-Ya me dijo que está bien, doctor. Y verlo…la última vez que lo hice fue hace dos años, me acostumbré ya a la idea de que nunca más lo veré. Pero dígale que Peter Pan sigue esperándolo para viajar- Darío lo miró extrañado. 

-Él entenderá, doctor. Chao- el niño se dio la vuelta y dejó a Darío. El doctor se regresó al carro y emprendió el viaje de ida. Durante todo el camino tuvo una invasión de sentimientos mixtos. Desde asco por los padres de Alberto hasta compasión por su pequeño hermano atrapado en un mundo de odio. 
 Luego de hacer una rápida parada, Darío llegó al hospital. Habló con quienes operaron a Alberto para informarse y luego fue a la habitación donde lo tenían. Creyó que estaba dormido hasta que Alberto le hizo un saludo con la mano. Darío le sonrió y entró. 

-¿Cómo te sientes?-Alberto, que tenía varias vendas en su cara, le alzó una ceja. 

-¿Cómo crees que me siento?- Darío rio. 

-Oye, he estado pensando en lo que harás luego de que salgas de aquí y me di cuenta que como no tienes donde quedarte, pensé que quizás te gustaría vivir en mi casa. Mientras consigues algo y eso ¿Qué dices?- Darío se sacó del bolsillo el llavero con las copias de sus llaves de la casa y se lo enseñó a Alberto que sólo lo miraba fijamente sin decir algo. 
De pronto la mirada se endureció y su cabeza comenzó a temblar un poco. Las vendas se le tiñeron rápidamente de rojo. 

-¡Mierda! ¡DOROTEA!-



-¡Ya, mamá! No discutiré más contigo. No voy a ser el güevón de nadie. No me voy a casar con Ana María, ni quiero saber más de ella. Chao- Darío trancó antes de que su madre replicara algo. No lo dejaría en paz, sabía eso pero por el momento tendría paz. Aunque su madre le había confirmado que Ana María seguía en su casa. Tenía que reunir mucha paciencia para sacarla. Eso o dejar que Dorotea fuese a sacarla a patadas como se lo había ofrecido. 

-¡FUERA DE AQUÍ, FUERA, NO LA QUIERO AQUÍ!- Darío salió corriendo y se topó con la psicólogo que salía asustada del cuarto de Alberto. Era la tercera vez en la semana. 

-Me rindo con él, Darío. No puedo ayudar a alguien que no quiere ayuda- Darío respiró profundo antes de entrar a la habitación. 

-¿De nuevo? Es la tercera vez, Alberto. Vas a hacer que esa mujer renuncie- Alberto le hizo un gesto de desprecio. 

-No necesito ayuda- -Eso no fue lo que dijiste- Alberto resopló 

-¿Me fastidian por algo que dije bajo anestesia? ¡Qué doctores!- Darío río y se sentó en el mueble del cuarto. –y ¿Qué haces tú aquí? Tú no eres psicólogo y ya me hiciste lo que me ibas a hacer. Deberías darme de alta, salir de ese hotel e ir a botar a la infiel de tu novia, esposa o lo que sea- Alberto ya casi llevaba dos semanas en el hospital. Se negaba a decir algo acerca de él, ni sus datos o lo de sus cicatrices, que también tenía en piernas y muslos. Darío le contó acerca de él y Ana María en un intento de conseguir algo de reciprocidad pero no funcionó. 

 -De hecho, no he terminado contigo. Tengo que poner esas costillas en su lugar, pronto. Además te tienen que ver los pómulos. Y para eso… 

-Necesitan que les diga quién soy para que sepan a donde enviar la factura médica- 

-Eso no es verdad- 

-Es la única explicación- 

-Nos preocupamos por ti. Esa también es una explicación- Alberto se burló. 

-Déjame en paz, doctor. Déjame ir. No te voy a de decir nada y puedes darle tu tiempo a otra persona- 

-¿Por qué no me dirás nada?- 

-¡PORQUE NO! ¡SI NO ME DEJARAS IR ENTONCES SALTE! ¡SAL! ¡FUERA!- Dorotea entro con otra enfermera. 

-¿Todo bien aquí?- 

-Sí, Dorotea. Nada de que preocuparse- Dorotea no se lo tragó y le dio una mirada de enojo a Alberto. Él ya estaba llegando al nivel de Ana María en su escala de desagrado. 

-Bueno, te necesito aquí afuera. La guardiana de este encanto está aquí con alguien que dice conocerlo- 

-¡¿Qué?! ¿Quién es?- Darío de pronto se puso incomodo –No quiero ver a nadie- Darío trató de ver por la ventana pero no había nada en su rango de visión. 

-No te preocupes. Iré a ver quien es- Darío esperaba ver a una pareja de preocupados padres junto a Natalia, agradeciéndole a ella y a él haberle salvado la vida a su hijo. En vez de eso estaba un tipo con el más descuidado aspecto que Darío hubiese visto. No le agradó. Ni su aspecto ni su semblante de superioridad. Era joven, eso sí. No más de veinticinco años. 

-¡Doctor! Este muchacho dice conocer a Alberto- 

-¿De qué?- Fue lo que primero salió de la boca de Darío, y con muy mala entonación. De verdad no le agradaba ese muchacho. Dorotea le dio una mala mirada por la forma en que le había hablado y el tipo lo miraba como si fuese una comiquita viviente. 

-Soy su novio ¿Está bien? ¿Me lo puedo llevar?- Darío interrumpió a Dorotea, que seguramente respondería por favor. La parte de novio lo tomó por sorpresa pero no fue por eso que respondió como lo hizo. 

-La verdad, estábamos esperando algún familiar. Mamá, papá, hermanos ¿Sabe de alguno?- 

-¿Para qué? Él tiene dieciocho años, ya es mayor de edad ¿Para qué quieren traer a esa gente?- el muchacho le dio una mirada desafiante a Darío. Él la respondió. 

-Son las normas. Familiares directos- 

-Ya le dije que soy su novio ¿O es que no entendió? ¿Es un maldito homofóbico? ¿Es eso?- Dorotea iba a decir otra cosa pero Darío volvió a interceptarla. Natalia había pasado a ser una espectadora muda. 

-Como dije, son las normas- 

-Pues para que se enteren. Esa gente echó a Alberto de su casa y él ha estado viviendo conmigo desde entonces. No lo quieren. ¿Puedo llevármelo ya?- 

-Creo que no me ha entendido, señor… 

-No es su problema- 

-¿Ricardo?- Darío contuvo la respuesta no muy amable que iba a lanzar. Alberto estaba parado, sosteniéndose de la pared y con mucho miedo en su mirada mientras miraba a su fulano novio. 

-¡Epale, bebé! Estás bien ¿no? Vámonos- Darío no sintió una pizca de preocupación o algo parecido en la voz del tal Ricardo. Para él sólo estaba ladrando órdenes. Lo del miedo en la voz de Alberto se lo confirmó la manera en que trató de alejarse cuando el tal Ricardo se acercó a él. 

-De hecho…- Darío se puso en medio de Ricardo y Alberto –Él tiene que quedarse. Hay que arreglar sus costillas y algunos huesos faciales- 

-Yo lo veo bien-Darío volvió a sentir la ira contra Ana María pero esta vez iba dirigida al tipo que tenía frente a él. Si no era por su excesiva ética de trabajo ya lo hubiese sacado a golpes de ahí. Eso le dio una idea que hacía caer las piezas del rompecabezas en su sitio. 

-No, no lo está. Sus heridas son bastante graves ¿Tiene usted idea de qué le pasó? Él no dice nada y usted viene con la dueña de la casa en la que lo dejaron tirado. Alguna idea debe tener- Eso claramente incomodó al tipejo. 

-¡¿Qué está tratando de decir?!- 

 -No trato de decir nada. Sólo hice una pregunta ¿Sabe qué le ocurrió a Alberto? Después de todo es su novio ¿no?- Darío escuchó a Alberto aguantar la respiración tras él. 

-Esto es ridículo. Alberto vámonos- Ricardo ignoró a Darío y le extendió la mano a Alberto. Alberto miraba desde la mano de Ricardo hasta Darío, pasando por Dorotea, Natalia y uno que otro transeúnte que se había detenido a verlos debido a los gritos de Ricardo. 

-Ya le dije, señor. Él debe quedarse aquí, debe ser atendido- 

-¡¿Y quién pagará por eso?! Porque yo no voy a ser. Alberto, deja la pendejada y vente ¡YA!-Ricardo trató de hacer un acercamiento agresivo pero Darío le puso una mano en el pecho para frenarlo. 

-Voy a tener que pedirle que se vaya. Dorotea, llama a seguridad y que saquen a este tipo. No tiene permitido acercarse a Alberto- Dorotea asintió y tomó el teléfono de la estación de enfermeras. Ricardo la siguió y le quito el teléfono de las manos. Eso termino de acabar con la paciencia de Darío. Le aplicó una llave y él mismo lo llevó a la puerta. Lo lanzó hacia afuera y cuando Ricardo fue por él los guardias de seguridad lo impidieron. Ricardo gritaba amenazas a todo pulmón mientras era llevado. Cuando regresó había varias enfermeras alrededor de Dorotea y Natalia estaba con Alberto, ayudándolo a regresar a su habitación. Darío fue tras su paciente y junto a Natalia lo pusieron de nuevo en la cama. 

-No debiste abusar así. Tienes costillas rotas- Alberto no dijo nada, sólo se le quedo mirando. Darío se tomó su tiempo para preguntar. 
-Alberto, tengo que preguntártelo. ¿Fue él quien te hizo esto?- Alberto sólo pudo aguantarle la mirada por unos segundos más. Aunque la había bajado demasiado tarde. Darío ya había visto sus ojos humedecerse. Verlo con la cabeza cabizbaja de esa manera, con el fiero carácter que había demostrado los últimos días le removió algo dentro de él. Se acercó a Alberto y puso la mano en su hombro. 

Su toque fue recibido.


Darío pisó otra vez el acelerador del carro. El motor rugió manifestando como se sentía el doctor por dentro, las gotas de lluvia golpeaban el vidrio delantero con tal fuerza que parecía que lo atravesarían. Esa era la única manera que tenía de drenar la ira que llevaba dentro, la rabia de llegar a su casa y ver a tu prometida en la cama con otro tipo. Darío nunca había sido una persona violenta pero en ese momento se preguntaba cómo había salido de su apartamento sin las manos llenas de sangre y sólo una advertencia para la perra traidora: “Más vale que saques toda tu mierda para cuando vuelva”, eso y una puerta azotada, a eso se reducía cinco años de noviazgo y uno de compromiso. El celular repicó de nuevo en su bolsillo, Darío paró a un lado de la carretera y se lo sacó del bolsillo, volvió a arrancar, bajó el vidrio de su puerta y lanzó el teléfono. Era su día libre así que no era de la clínica o del hospital, a su papá no le gustaban esos “peroles” y sus amigos sabían que no respondería si llamaban a esa hora. Bien era la traidora de Ana María o la encubridora de su mamá. A veces sentía que Ana María era más hija de su mamá que él por la forma en que ella protegía, encubría y excusaba a su ex prometida de todo. Ella era quien los había presentado y había hecho todo lo posible por metérsela por los ojos además que casi muere de la alegría cuando le dijeron que se habían comprometido. Seguro el argumento de su mamá sería que había sido su culpa por alargar tanto el casamiento y que era su obligación como hombre cumplir su palabra y casarse con Ana María. Darío primero se lanzaba a un barranco con todo y carro. Estuvo corriendo por media hora más antes de darse vuelta y regresar a la ciudad. De nada serviría manejar hasta que se acabara la gasolina. Mejor ir al hospital, allí por lo menos se metería en su trabajo y drenaría de una manera productiva. 

 -Una cachetada y arrancarle esas horribles extensiones. Era todo lo que te pedía. Apuesto que te arrepientes de no habérmelo concedido- Darío soltó una carcajada ante el comentario. Estaba en el cuarto de descanso con Dorotea, una de las enfermeras, gran amiga y la única que había expresado su desagrado por Ana María, al menos en voz alta. Sus amigos tampoco habían sido fanáticos de su compromiso matrimonial. Dorotea le había dicho una vez que esa mujer le traería pesar, y él debió hacer caso a esa cabeza llena de cabellos grises. No había mucha actividad en el hospital así que no le quedó de otra que contarle lo que había ocurrido ya que ella había notado que algo andaba mal con sólo verlo atravesar la puerta mojado de pies a cabeza en su día de descanso. Dorotea era como una madre para él. 

-¡HOLA! ¡¿HAY ALGUIEN AQUÍ?! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE, POR FAVOR!- Darío y Dorotea salieron corriendo del cuarto. Una señora llevaba a alguien inconsciente. 

-Ayúdenme, por favor. Está muy golpeado y no sé si está respirando- Darío se apresuró a tomar al inconsciente y Dorotea junto con otras enfermeras que llegaron lo ayudaron a ponerlo en una camilla. La cara estaba bastante golpeada, por decir lo mínimo. Había sangre por todos lados, aporreos hasta donde alcanzaba la vista, labios rotos, pómulos hundidos, uno que otro diente astillado. Por lo menos respiraba., Aunque muy lento, el movimiento de su pecho era casi imperceptible. Darío termino de arrancarle la camisa y busco señales de costillas rotas. Una de las enfermeras contuvo un grito. 

 -Miren- dijo. Y alzó el brazo del muchacho. Desde la muñeca hasta un poco más arriba del antebrazo había delgadas cicatrices, como de cortadas. Darío tomó el otro brazo y era lo mismo, cicatrices por todos lados.  

-Coño- susurró. Decenas de escenarios pasaban por su cabeza. Uno menos agradable que el anterior. –Enfoquémonos. Tenemos trabajo que hacer aquí- 

Les tomó un par de horas encargarse de todas las heridas. Necesitaría operación para reponer los pómulos y para las costillas. Ninguna iba a perforarlo internamente por lo que podían esperar para ponerlas en su sitio. Mientras las enfermeras terminaban de acomodarlo, Darío fue a hablar con la mujer que lo había llevado. Estaba en la sala de espera con un café en las manos. 

-¿Cómo está, Doctor?- Se levantó de la silla y dejó el café en la mesa. 

 -Está muy malherido pero estable y ahora descansa. ¿Es usted familiar?- La mujer negó. 

-No. Yo vivo a unas cuadras de aquí. Estaba dormida cuando unos golpes en mi puerta me despertaron. Tenía miedo de abrir pero entonces escuche el llamado por ayuda y era él. Estaba arrastrándose y sangrando, y yo no sabía que hacer, y entonces se desmayó en mis brazos y yo… - La mujer arrancó a llorar y Darío desecho la frialdad médica y la abrazó. 

 -Sepa usted que le salvó la vida a ese muchacho- le susurró al oído. 

-Me alegro- fue lo que pudo responder la mujer a pesar de las lágrimas. Darío se quedó con ella hasta que amaneció. La persuadió de que se fuera a casa ya que probablemente el muchacho no despertaría pronto. Le tomó los datos y le prometió que si lo hacía antes de que ella regresara de su casa él la llamaría. 

-Tú también deberías irte a tu casa- Dijo Dorotea. Darío negó con la cabeza. 

-No. Seguramente Ana María está allá esperándome para “explicarme” todo y la verdad no quiero caer en eso ahorita. Prefiero esperar que él despierte- Dorotea y él vieron hacia la habitación del desconocido. 

-¿Qué crees que sean esas cicatrices, Darío?- él iba a apuntar una posibilidad pero negó con la cabeza. –Pobre niño. No debe tener ni veinte años- Darío suspiró y fue a servirse otra taza de café. ¿Qué clase de bestia le haría algo así a tan joven criatura? Estaba asqueado y molesto al mismo tiempo. 
Cuando regresó al recibidor, su nombre era llamado por los altavoces a la habitación del joven muchacho. Darío salió corriendo y hasta derramó su café. En lo que llegó a la habitación, Dorotea y otro doctor estaban alrededor del muchacho que se veía bastante alterado. 

-Estás en el hospital. Tuviste un accidente y quedaste muy malherido- decía Dorotea. Los ojos apenas se le notaban abiertos debido a lo hinchado de su cara y su respiración y pulso cardiaco comenzaron a aumentar. –Cálmate, hijo. Estás en buenas manos. ¿Puedes decirme tu nombre?- El muchacho no se calmó y comenzó a mirar frenéticamente a todos lados. Una enfermera inyecto un calmante a su vía y poco a poco se fue tranquilizando y debilitando. Antes de que durmiera, el muchacho dijo algo lo suficientemente fuerte como para que, al menos, Darío escuchara. 

-Mi nombre es Alberto. Por favor, ayúdenme-