Un giro, y luego un, dos, tres, empujes. Un giro, y luego, un, dos tres, empujes. Luego del abrazo es lo que vino: un giro brusco y luego tres empujes de su cuerpo contra el mío, involuntarios, en coordinación con las detonaciones. No sabría decir si eso fue lo que me paralizó, si fueron las detonaciones, lo brusco del movimiento, o esos ojos negros que me miraban desde el otro extremo del patio, el movimiento de personas desde dentro de la casa luego de los disparos, si los gritos de las mujeres, los hombres corriendo detrás de los avasallantes ojos negros, los disparos, los autos acelerando y dejando un rastro en el asfalto ¿Cuál de esas cosas me dejó parado en medio de la nada recién creada, mientras el cuerpo se deslizaba por el mío hasta caer al suelo al lado del perro que no dejaba de latir? Llevo años tratando de encontrar esa respuesta, a pesar de que recuerdo con detalle cada cosa que pasó después de esas detonaciones. 

-¡DARÍO! ¡ALBERTO!- gritó alguien en la distancia. Yo seguía sin poder moverme, mi cerebro estaba tratando de procesar, casi podía escucharlo en su intento de girar los engranes, de poner la máquina de nuevo a operar. No fue hasta que sentía una mano impactando en mi mejilla que los engranes giraron y la maquina reinició. Frente a mi estaba Amanda, su mirada…era la primera vez que veía algo así. No había control, no había superioridad intelectual, todo lo que había era total y completa desesperación. Detrás de ella estaban Sara y otras personas cuyos nombres no me llegaban. Sara estaba arrodillada, cerca del cuerpo que se había deslizado por el mío sin que yo pudiese hacer nada. En esa misma línea de visión estaban mis manos, ambas cubiertas de rojo, como si estuviese usando guantes de sangre. La división entre el rojo y el color de mi piel era asquerosa. Otra cachetada de Amanda me llevó a enfocarme sólo en ella. 

-¡¿Qué pasó?!- preguntó. Su tono de voz iba acorde a su mirada. Yo me sentía fuera de ese escenario, ajeno a lo que estaba pasando y a mi propio cuerpo. Respondí pero no sentía que era yo quien respondía, especialmente por la velocidad con la que mis palabras salían de mi boca. 

-Alguien estaba aquí, cuando salí no lo vi pero Nómada estaba ladrando, creí que era porque no le gustaba estar amarrado, Darío vino y me abrazó y luego se volteó y luego escuché los disparos y…y… ¡Darío! ¡Darío! ¡Darío!- No dejaba de repetir su nombre. El resto de mi cuerpo ganó la misma velocidad de movimiento que mi boca y se arrodilló, tal como Sara. Lo alcé y lo pegué a mi cuerpo, mi voz seguía repitiendo su nombre y estaba ganando volumen. Nadie hacía nada, yo no hacía nada. Él estaba tan frágil, el cuerpo inerte, con sangre moviéndose lentamente fuera de su cuerpo. No sabía qué hacer más que gritar su nombre y asegurar su cuerpo en el mío, dándole de mi calor. El de él se estaba yendo y… 

-Alberto- A diferencia de las cachetadas de Amanda, su voz puso a trabajar a mi cuerpo a su máximo. Cuando sus ojos se abrieron dejé de decir su nombre y comencé a sonreír. También comencé a gritar órdenes. 

-¡UN CARRO! ¡TRAINGANLO! ¡HAY QUE LLEVARLO AL HOSPITAL! ¡YA! ¡YA!- Escuché a alguien gritando por Darío, y de pronto ya no estaba entre mis brazos. Frené el impulso de luchar por él porque reconocí la fuente del grito, la misma persona que me lo quitó, la única persona que sí sabía qué hacer. Lo llevó corriendo a su auto, yo lo seguí y me subí unos segundos antes de que arrancara a toda velocidad. Alejandro hizo rugir a su carro y esquivaba a los otros con sorprendente facilidad. La cabeza de Darío iba entre mis piernas, él no dejaba de mirarme ni yo de sonreírle. Todo iba a estar bien. 

-¿Estás bien?- Yo asentí. Su voz era débil, un simple susurro. 

-Me salvaste- El sonrió y puso su mano en mi cara. 

-Salvé a mi hijo- Por la expresión de su cara, sus palabras nos sorprendieron a ambos. Llevó su mano hasta la mía y la apretó. –Quiero que seas mi hijo- 

-Sí- Le respondí en el acto. Él comenzó a reír. Y luego a toser. 

-¡Alberto! ¡¿Qué pasa?!- gritó Alejandro alarmado mientras presionaba con fuerza el acelerador. 

-¡Está tosiendo sangre!- Alejandro maldijo y pisó más aún el pedal, la fuerza de la velocidad me hizo pegarme al asiento. La del freno hizo que casi pegara la frente del asiento de Alejandro. Luego de eso todo fue caos. Varios pares de manos quitaron a Darío de mi regazo. Para cuando bajé del carro ya lo tenían en una camilla empujándolo a toda velocidad por el pasillo principal. Alejandro iba con ellos. 



El silencio en la sala de espera era tan terrible como la noticia que ninguno esperaba recibir. Luego de varios intentos de pelear con el personal médico, Alejandro se dejó llevar a la sala, su posición no había cambiado desde que se sentó. Estaba viendo fijamente al techo, abriendo y cerrando los ojos de vez en cuando. Tenía un puño cerrado con firmeza. Todos los demás estaban sentados detrás, hablando entre ellos, yendo a buscar algo de comer o tomar para los demás. No entendía cómo podían estar en eso en un momento así. Yo no podía saber ni cómo me sentía. Era como volver a ese estado en que mi mente y mi cuerpo estaban separados. Sabía que sentía como si una piedra me aplastara el pecho, todos mis músculos parecían a punto de desgarrarse, sabía que mi ropa y mis manos estaban llenas de la sangre de Darío. Todas esas cosas estaban presenten en mi cabeza pero de alguna manera no podía procesarlas, no podía actuar en base a ellas. No podía. 


El grito me despertó. Me levanté alerta de la silla y el abrigo que me habían puesto encima cayó al suelo. A unos pasos de mi estaba Alejandro, él era el que había gritado. No necesité ver a Dorotea frente a él, ni a sus lágrimas, ni la de los demás. El dolor que se abría paso en mi pecho era suficiente. Fui hasta donde Alejandro, lo tomé del hombro y él dio la vuelta. Había ira en su rostro, la suficiente como para asustarme y soltarlo. -Se nos fue- dijo, y entonces la ira desapareció. Me abrazó. Yo le devolví el abrazo porque esos gritos que seguían saliendo de su boca reflejaban muy bien el dolor que yo tenía. Alejandro sabía lo que él y yo acabábamos de perder. Ese parecía ser mi destino, perder todo lo que me importaba de la peor manera. Pero ese no era momento para pensar en esas cosas. Alejandro estaba llorando en mi hombro. 


El teléfono por fin sonó y Leticia Alcántara sonrió involuntariamente. Se fue a otra habitación para que su esposo no escuchara. Cerró la puerta y respondió. -¿Todo listo?- preguntó.

-Leticia, mi vida. Mira, la cosa no salió como se planeó-

-¡¿Cómo?! Raimundo, te pagué para que sacaras a ese mariquito de…

-Leticia, escúchame y siéntate, mi amor- El tono de voz del hombre hizo que el sentimiento que tuvo al dejar encargada la muerte de Alberto regresara a su pecho.

 -Rai…Raimundo ¿Qué pasó?- Antes de que el hombre respondiera hubo un alboroto en la sala que hizo que Leticia se sobresaltara y no prestara atención a la respuesta del hombre al otro lado de la línea. Se apresuró y encontró a su esposo con el teléfono en el oído, su vaso de licor hecho pedazos en el piso y, cuando se volteó a verla, lagrimas en los ojos. Leticia le trancó a Raimundo y se agarró del marcó de la puerta. Se privó de llorar lo más que pudo ya que no se lo merecía, pero cuando su esposo le dio la noticia de la muerte de su hijo, su grito se pudo escuchar desde la calle. 



De regreso a casa fuimos llevados por unos policías compañeros de Alejandro. Cuando llegamos encontramos más policías entrando y saliendo de la casa, otros en la calle tomando fotos. Alejandro aún no dejaba de derramar lagrimas y las mías se rehusaban a salir. Me odiaba por eso. Los otros policías intentaron ayudarnos a bajar a Alejandro pero eso despertó impulsos violentos en él hasta que yo lo tomé del hombro. En esos momentos Alejandro era como un niño que atacaría a todo aquel que no fuese una persona de confianza. En esos momentos Alejandro me recordaba a mí mismo, a la persona que fui, la que dejé atrás gracias al hombre que dio su vida por mí. Yo debía ser el Darío de Alejandro, pero eso iba a ser imposible porque Darío se había ido. Su sangre en mi ropa me lo recordaba. 

Apenas entramos, Alejandro se fue corriendo escaleras arriba al cuarto de Darío. 

-¿Estará bien?- Preguntaron detrás de mí. Me volteé. Era uno de los policías que nos había traído. Asentí con el intento de una sonrisa. 

-Es fuerte. Sólo hay que darle algo de tiempo- 

-Vamos a atrapar a quien hizo esto. Se lo prometo- Le volví a dar la falsa sonrisa y unas palmadas en el hombro. Por mucho que quería creerle, no podía. Hace unas horas creía que por fin me tocaba algo de felicidad ininterrumpida y ahora estar rodeado de policías como recordatorio de la mentira que eso había sido era intolerable. De pronto me sentía asfixiado, la ropa, las miradas de pena de los demás, la sangre, las fotos, todo me robaba el aire. Salí corriendo a mi cuarto y no me detuve hasta que la puerta estaba cerrada a mis espaldas. Con los ojos cerrados trataba de respirar lo más calmado posible, se suponía que estaba cuidado de Alejandro y eso significaba que mientras él lloraba el nombre de Darío en su habitación yo no debía perder el control. 
Abrí los ojos y entonces todo lo anterior dejó de importar. 

Frente a mi estaba un caballete armado con un lienzo y un mensaje escrito con pintura 

¡Feliz Cumpleaños! 
de tu futuro papá 

Y de nuevo fue como si fuese solamente un espectador de mi propio cuerpo. También como si un dique se rompiera, todo lo que se suponía que debía haber expresado cuando Darío murió salió en ese momento. Primero fue el grito, luego las lagrimas, le di una patada al caballete y golpeé todo lo que estaba a mi alcance, el dolor por fin estaba saliendo. Y yo quería que parara, era demasiado. Alguien entró al cuarto y me encerró en sus brazos, luché tanto como pude, golpeé hasta que me cansé pero no me dejaron ir. Lloré todo lo que pude y luego un poco más. 
El sol salió y sin yo haber dormido, tampoco quien me sujetaba. Alejandro no había dicho una palabra y yo menos. 

Ninguno quería decir lo que el nuevo sol significaba. El primer día de nuestras vidas sin él tener a su mejor amigo ni yo al padre que me regalaron sin haberlo pedido.